Llegó
la navidad y con ella los días que transcurrieron demasiado rápido. El año
pasado no hubo tiempo de ir a conciertos de villancicos, a visitar los
nacimientos y las casas arregladas con luces, a ver pastorelas… este año
tampoco. La ciudad estuvo demasiado congestionada. La navidad empezó desde
septiembre con las tiendas repletas de artículos navideños combinados con los
promocionales de otoño. La televisión estuvo repleta de medicinas para la
navidad, celulares para la navidad, nuevas computadoras, casas, seguros de
auto, comida, viajes,… todo para la navidad, excepto la navidad misma.
Los
rostros de la gente, como siempre, han distado también de ser apacibles y
felices, lo cierto es que más bien parecían preocupados y enfermos. La
congestión en el tráfico y en los transportes, las colas interminables para
comprar comida, regalos y juguetes y las personas que comparten los días que
transcurren demasiado rápido.
Sentado
frente a la congestión de cada noche, detuvo un rato su camino.
La
cola para tomar su transporte de regreso estaba larga como siempre. Algunos
comían tamales en torta, otros cargaban bolsas de pan y pellizcaban un bolillo.
Otros más comían semillas y cacahuates. La gente iba sentada en el microbús que
salía y lo miraban, quizás esperando lo mismo que él.
Así
es, era la víspera de nochebuena y él esperaba algo que no llegaba y que le
diera sentido a estas fechas.
El
año pasado lo esperó pero quizás, pensaba, no fue con tanto ahínco como debió
ser y por eso nunca llegó. El año antepasado también pidió que algo sucediera
pero tampoco ocurrió nada. Y el año antes que ése, y los años que antecedieron
a cada uno de ellos. Nunca llegó.
Bueno,
si llegó.
Un
día, en el pasado, hace varios años. Más de los que se puede imaginar. Era niño
en ese entonces y quizás era porque todo lo que ocurría lo veía mágico: los
adornos de las calles, los cánticos de las posadas, los nacimientos en las
iglesias y los árboles de navidad brillando a través de las ventanas. Pero lo
mejor fue un hombre sentado en la plaza. Alrededor vendían atole de guayaba y
olía a ponche y a pan caliente. También olía a pavo ahumado, a mole y a
bacalao. La gente sentada en las bancas tomaba sus bebidas calientes: atole y
ponche y también café y chocolate humeantes. Los niños comían cacahuates y
colación, una viejita con una mesa vendía las canastitas.
Aquel
hombre, con un sayo sencillo y una mirada tranquila comenzó a hablar.
Difícilmente recordaba sus palabras pero en su mente veía las caras de las
personas y los escuchaba reír. El hombre contó una historia que más bien era un
cuento. En su pensamiento veía las luces que él describía y las combinaba con
las de la plaza. Repasaba las casas como si fueran mágicas, como si
pertenecieran a la historia del hombre. El sabor de los cacahuates se combinó
con la visión de una piñata que brillaba a la luz de un farol.
Un
camión tocó el claxon de pronto disipando la paz que había alcanzado por un
momento. El hombre, la plaza y la gente tranquila se fueron. En su lugar se
quedó el tráfico y la cola que persistía tras de él.
Subió
a su autobús y se sentó. Sacó su ipod y se colocó sus audífonos para escuchar
música. Aún restaba un largo viaje de regreso a casa.
Entre
la gente que viajaba parada, alcanzó a percibir algo. Dos mujeres cedían el
lugar a un hombre anciano que rechazaba sentarse. El volteó a ver hacia la
ventana, entretenido en sus propios problemas. El resto de las personas hacía
lo mismo, cada uno sentado en su lugar. Al regresar a ver al interior del
autobús, una mujer lo miraba fijamente. Él retiró la mirada pero trató de verla
de reojo. ¿Lo conocería? La repasó con miradas furtivas pero no la recordaba.
Sin embargo ella lo veía y no dejaba de verlo. A su lado pasaron otras mujeres
que se notaban cansadas. Aquél anciano descansaba en la fila de asientos frente
a él.
Prefirió
no mirar más y volvió su cabeza a la ventana. Las casas tenían adornos de
árboles y nochebuenas. De los balcones y fachadas de algunas colgaban focos de
colores que prendían y apagaban. El autobús paraba y subían y bajaban las
personas.
Después
de media hora, el anciano se bajó. Tras de él bajó la mujer que lo había estado
viendo y tras de ella la segunda mujer.
El
autobús siguió su camino pero ya ninguna de las personas del interior lo
miraban por lo que se sintió más tranquilo. Transcurrió otra media hora y llegó
a su parada. Al bajar debía caminar unos 15 minutos más para por fin descansar.
–
Hola amor – le dijo su mujer al llegar a casa y sin darle tiempo a pensar
comenzó a decirle lo que debían hacer para mañana. Los planes eran muchos y
había poco tiempo. Quizás ya no podrían ir a ver los nacimientos, los
conciertos habían quedado definitivamente descartados pero quizás aún habría
tiempo para las pastorelas. Había que conseguir regalos y faltaba hacer compras
para la cena. Desafortunadamente tendría que trabajar medio tiempo al día
siguiente, por lo que todo su horario quedaba muy apretado.
– ¿Sabes qué pasó?
– le dijo su mujer cuando servía la cena. – Pasó algo muy extraño de camino a
casa – ¿Sería aquello que por tanto tiempo esperó para navidad? Lo cierto es
que resultó una historia insulsa de una tal fulana que le vendió una caja.
–
¿Cuánto pagaste por esta caja? – En sus manos tenía una cajita de música con un
paisaje deteriorado.
–
Está bonita, no empieces con tus cosas, no te voy a decir cuánto costó pero fue
mucho. – Claro, él pagaba todo finalmente pero no le querían decir cuánto
pagaba. La cajita tocaba una pieza navideña pero estaba muy maltratada. Pensó
que aunque le molestaba, mejor no se enojaría pues prefería descansar. Había
que dormir y prepararse para el trajín del día siguiente, quizás en nochebuena
algo al fin sucedería.
A
la mañana siguiente caminó hacia la parada, más bien corrió pues era ya tarde.
El tráfico estaba terrible cuando tomó el autobús. La gente que iba sentada
miraba hacia la ventana. En la parte trasera iba una viejecita que se sostenía
con dificultad. Un anciano le ofreció el asiento. Al lado de él permanecía un
hombre sentado escuchando su ipod. Ese hombre era él, mirando hacia la ventana
y esperando que algo sucediera en navidad.
–
Fue increíble, parecía mágico. – Escuchó a dos mujeres que conversaban en una
de las filas de asientos de la izquierda.
–
Simplemente fue maravilloso cuando comenzó a hablar. – El hombre trató de escuchar
más de la conversación pero otras pláticas se superponían a la de aquellas
mujeres. Era necesario escuchar, debía saber lo que ocurrió. Tomó su ipod y lo
guardó, se paró de su lugar y la viejecilla le sonrió y le agradeció al pensar
que le cedía su lugar. El hombre trató de acercarse pero la gente lo empujaba
hacia la salida. Al verlas de reojo, reconoció las caras de las mujeres pues
las había visto la noche anterior.
Empujado
por la gente bajó en una parada que no le correspondía. Tendría que tomar otro
autobús, miró el reloj y vio que llegaría demasiado tarde al trabajo.
–
Oh, no, ¡demonios! No llegaré a tiempo – dijo para sí mismo.
En
la casa su mujer escuchaba la cajita. A su memoria vinieron recuerdos de su
infancia que se combinaron con el olor de los romeritos. Por un momento le
pareció que el día transcurría tranquilo y que todo resultaría bien al final.
En
el autobús las mujeres charlaban sobre una plaza y de cómo la gente escuchaba
atentamente a un anciano que contaba una historia. En los asientos del fondo,
una viejecita convidaba galletas a la persona que iba a su lado. En el autobús
y en la calle, la gente volteaba la mirada con el tiempo a cuestas y sin pensar
en los demás ni en sus problemas.
Un
hombre joven se le acercó para pedirle la hora. El miró a sus ojos y vio al
viejo de la noche anterior y también a aquel hombre del sayo sencillo.
–
¿Te conozco? – Le dijo.
–
No lo sé. – El joven prosiguió su camino.
–
No, espera, sí, si te conozco. – El joven lo vio extrañado y se encogió de
hombros.
–
Bien, ¿y de dónde?
–
Te vi anoche, pero diferente. – Pensó que también lo había visto cuando era
niño.
–
Yo te vi también, pero tú me ignoraste. – Entonces también recordó la mirada de
la mujer que no había dejado de verlo. – Tendrás que esperar hasta el próximo
año, pero ya te acercas. Hoy comenzaste y simplemente tienes que seguir así, ¡eh!
– Le sonrió y se marchó sin que él comprendiera.
El
milagro no había llegado del todo pero en algo se aproximaba… y eso ya era
algo.
Al
regresar, por la tarde a su casa, reconoció la plaza en la cajita de música.
Sabía que el viejo Scrooge del cuento se había reformado por completo para
disfrutar la navidad y ser querido por los demás. Él no era Scrooge, no era así
de malo pero durante años había pensado en él mismo y en sus problemas como si
nadie a su alrededor los tuviera. Ahora se detenía a ver a la gente, en sus
caras se veía desesperación y tristeza. Muchos esperaban que algo bueno
sucediera, muchos otros ya no creían ni en esa posibilidad. Un día, en
primavera, se sentó en la plaza y comenzó a charlar. Poco a poco las historias
fueron fluyendo. Hablaba de las anécdotas de la infancia y de los cuentos que
le gustaban, de todo lo que hubiera leído en el pasado o recientemente. Otro
día, en verano, su voz fluía con facilidad y hacía reír a la gente. Llegó el
otoño y con él más historias y más cuentos. En invierno, en una plaza, mientras
la gente bebía chocolate caliente y café, y también atole y ponche, los olores que
emanaban de las cocinas se combinaban con su voz. Los niños lo escuchaban y le
sonreían.
Al fin ya no esperaría que algo extraordinario ocurriera en navidad, ahora estaba determinado a hacer que eso siempre sucediera.
Bonito cuento, si la montaña no viene a ti, ve a la montaña.
ResponderEliminarUn gusto que hayas pasado por aquí, las épocas mágicas se acercan.
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